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La arquitectura como narrativa política: la nueva Budapest de Orban

Budapest se reconstruye como un decorado histórico para contar la Hungría que Orbán quiere que el mundo recuerde

sep 16, 2025
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La ciudad de Budapest, atravesada por el Danubio y marcada por una historia convulsa, ha sido siempre un escenario privilegiado para la política. Cada gobierno que ha ejercido poder en Hungría ha comprendido que el espacio urbano no es neutral, y que la arquitectura tiene la capacidad de narrar, silenciosa pero insistentemente, una visión del mundo. Las fachadas, las cúpulas y las estatuas son también discursos políticos, capaces de configurar la memoria colectiva más allá de los discursos oficiales.

En la actualidad, este principio alcanza su expresión más evidente en el proyecto de renovación arquitectónica del castillo de Buda y de su distrito histórico, un plan que no solo transforma físicamente la ciudad, sino que quiere usarse para crear una narrativa política sobre la identidad nacional húngara. El programa nacional Hauszmann, que podéis observar en este pdf (o en las imágenes en el Facebook del proyecto), y que fue lanzado oficialmente en 2019, persigue devolver a la colina del castillo el esplendor de la era monárquica, recreando la Budapest de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando Alajos Hauszmann diseñó buena parte de la fisonomía del palacio y su entorno.

La retórica oficial es elocuente: el castillo «despierta de su letargo como la Bella Durmiente», un lugar al que «los húngaros desearán volver una y otra vez». Este lenguaje, cargado de romanticismo historicista, no es un simple recurso literario. Es la traducción simbólica de un proyecto político que asocia patrimonio y nación, y que convierte la restauración en propaganda arquitectónica. A diferencia de las normas internacionales de conservación, que recomiendan preservar ruinas o incorporar intervenciones contemporáneas que dialoguen con el pasado, la estrategia de Orbán es más radical: directamente está demoliendo lo que hay ahora para reconstruir edificios completos, incluso cuando de aquellos edificios de hace un siglo y medio, y que se perdieron en bombardeos de diferentes guerras, solo se conservan fotografías y planos históricos. Está borrando así décadas de transformaciones para revivir una Hungría idealizada, anterior a los traumas del siglo XX.

Para entender la carga simbólica de esta operación hay que retroceder a la segunda mitad del siglo XIX, cuando Budapest experimentó una edad de oro monumental tras el Compromiso Austrohúngaro de 1867. La ciudad se consolidó como la segunda capital del Imperio dual (la primera era Viena), y arquitectos como Miklós Ybl y Hauszmann diseñaron un paisaje urbano que proyectaba prosperidad, estabilidad y legitimidad monárquica. La arquitectura se convirtió en propaganda visual para reforzar la cohesión de una sociedad multiétnica y enviar un mensaje al mundo: Hungría era moderna, orgullosa y europea.

Sin embargo, la Segunda Guerra Mundial alteró profundamente esta imagen. La colina de Buda fue uno de los escenarios más castigados por los bombardeos y, al llegar el nuevo régimen comunista al país, adoptó un urbanismo funcionalista que despojó al distrito de sus ornamentos aristocráticos. Muchas ruinas se conservaron deliberadamente como testimonios del trauma bélico, mientras otros edificios fueron simplificados o demolidos. El ala sur del Palacio Real, la Escalera Stöckl o la sede de la Cruz Roja desaparecieron o se transformaron en versiones austeras, marcadas por la lógica ideológica de un poder que consideraba la Hungría monárquica como decadente y ajena al proyecto socialista.

El actual plan de Orbán se presenta como una inversión simbólica de esta lógica. Allí donde el socialismo buscó dejar huellas del trauma y la ruptura, el National Hauszmann Program pretende borrar esas cicatrices para restituir la continuidad histórica. La reconstrucción de la Casa de Guardia y el Pabellón de Equitación, basadas en los planos de 1912 y dotadas hoy de cafeterías, salas de eventos y espacios expositivos, ilustra la fusión entre escenografía histórica y funcionalidad contemporánea. La Escalera Stöckl y la Rampa Hauszmann no solo han recuperado elementos ornamentales, sino que añaden accesibilidad para peatones y personas con movilidad reducida, con ascensores y paseos verdes que conectan la ciudad baja con la cima del castillo. La Sala de San Esteban, en el ala sur del Palacio Real, recrea ahora con minuciosidad el lujo aristocrático de 1912, con chimeneas Zsolnay, tapices bordados y maderas nobles. Pero todo es nuevo, ya que no había ni siquiera ruinas. Es una reconstrucción total que quiere revivir el esplendor perdido.

La reconstrucción no se limita a los palacios visibles. Edificios totalmente desaparecidos como el Palacio del Archiduque José, la sede de la Cruz Roja y el Palacio de Defensa han sido recreados casi desde cero, desde fotografías antiguas, presentados ahora como símbolos de resistencia histórica frente a la destrucción comunista. Sin embargo, su autenticidad material es mínima: son, en esencia, simulacros históricos revestidos de piedra, piezas de un tablero escenográfico pensado para guiar al visitante por una narrativa nacional cuidadosamente seleccionada. A ello se suma un programa paisajístico y de movilidad que multiplica paseos y jardines, restringe el tráfico y convierte la colina del castillo en un parque-museo monumental, con espacios donde la nostalgia histórica se mezcla con el marketing urbano contemporáneo.

El proyecto tiene además una memoria selectiva que genera intensos debates. Orbán ha promovido también la reconstrucción de monumentos asociados a Miklós Horthy, el regente que gobernó Hungría entre 1920 y 1944 bajo un régimen autoritario, nacionalista y colaboracionista con la Alemania nazi. Entre estas obras destacan las esculturas que conmemoran la lucha contra el bolchevismo de 1919, con Hungría representada como un hombre combatiendo un dragón, y el memorial del Arcángel Gabriel atacado por un águila, inaugurado en 2014 para simbolizar la ocupación nazi de 1944. Estas piezas refuerzan un relato de victimización nacional, mientras eluden la responsabilidad histórica húngara en el Holocausto y su colaboración con el Tercer Reich.

La gestión de otros símbolos urbanos, en cambio, evidencia un cálculo político aún más complejo. Increíblemente (o no) con lo anteriormente citado, Orbán sí ha mantenido intacto el monumento soviético de la Plaza de la Libertad, con su hoz y martillo dorados, en cumplimiento de exigencias diplomáticas de Moscú. Al mismo tiempo, la estatua de Imre Nagy, héroe de la insurrección de 1956 contra la ocupación soviética, fue retirada de su ubicación central frente al Parlamento en 2018 y reubicada en un lugar secundario. Este gesto es revelador: aunque Nagy era anticomunista, su figura encarna la tradición liberal y pluralista promovida por la transición democrática de 1989, un legado que Fidesz (el partido de Orban) prefiere diluir en favor de la narrativa nacionalista, centrada en la continuidad Horthy–Orbán y en la victimización colectiva frente a enemigos externos.

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