Política Creativa

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Hannah Arendt y la lucha contra la banalidad del mal

Hannah Arendt y la lucha contra la banalidad del mal

En esta sección queremos darte a conocer figuras que nos parecen clave y cuya obra y legado creemos que merece la pena conocer.

jul 01, 2025
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Hannah Arendt y la lucha contra la banalidad del mal
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Quién fue

Hannah Arendt (1906–1975) fue una de las pensadoras más originales y radicales del siglo XX. Filósofa política, ensayista, judía alemana exiliada y figura clave del pensamiento contemporáneo, Arendt abordó con lucidez algunos de los problemas más oscuros de su tiempo: el totalitarismo, la banalidad del mal, la condición humana en la modernidad o la crisis de la autoridad. Aunque a menudo se la vincula con la tradición filosófica alemana —especialmente con Martin Heidegger y Karl Jaspers, sus maestros—, Arendt se definía a sí misma como teórica política más que como filósofa, y desconfiaba de los sistemas cerrados de pensamiento.

Nacida en Linden, cerca de Hannover, y criada en Königsberg, estudió filosofía, teología y filología clásica en Marburgo, Friburgo y Heidelberg. Su tesis doctoral versó sobre el concepto de amor en san Agustín. Con la llegada del nazismo, fue arrestada brevemente por la Gestapo y huyó a París. En 1941, logró emigrar a Estados Unidos, país donde desarrolló la mayor parte de su obra y se convirtió en una intelectual pública de referencia.

Desde sus primeros escritos, Arendt mostró una preocupación central: cómo entender y combatir las formas modernas de opresión y violencia sin perder de vista la dignidad, la libertad y la pluralidad humanas. Su vida, marcada por el exilio, el antisemitismo y la experiencia directa del colapso de Europa, dio lugar a una obra filosófico-política que (creo) nos sigue interpelando hoy en día.

El totalitarismo

La notoriedad intelectual de Arendt comenzó con Los orígenes del totalitarismo (1951), una obra monumental en la que estudia el surgimiento de los regímenes totalitarios del siglo XX, especialmente el nazismo y el estalinismo, y que ya resumimos hace unas semanas en esta newsletter. A diferencia de muchos de sus contemporáneos, que veían en estos regímenes una simple prolongación del autoritarismo tradicional, Arendt argumenta que se trata de fenómenos nuevos, basados en la anulación del individuo, la movilización total, la propaganda sistemática y la transformación del terror en norma.

Lo que distingue el totalitarismo, para Arendt, no es solo su brutalidad, sino su lógica destructiva: borra la distinción entre lo público y lo privado, descompone los lazos sociales, disuelve las identidades estables y reemplaza el juicio moral por una obediencia ciega al movimiento o al líder. En este contexto, el ciudadano deja de ser sujeto político para convertirse en pieza prescindible de una maquinaria ideológica.

Los regímenes totalitarios transformaron la sociedad, despojando a las personas de su individualidad y sometiéndolas a una lógica de masas. Uno de los conceptos clave que introduce, pues, es el de la "masa", un conglomerado de individuos desarraigados y despolitizados que encuentran su sentido de vida en una ideología totalizante. Lo que ahora llamaríamos un fenómeno fan. Además, y a diferencia de los regímenes autoritarios tradicionales, el totalitarismo no se apoya en estructuras preexistentes, sino que crea un nuevo sistema de poder, con el partido único y la policía secreta como herramientas fundamentales de control.

La banalidad del mal

En 1961, Arendt fue enviada a Jerusalén por The New Yorker para cubrir el juicio al nazi Adolf Eichmann. El resultado fue su libro más polémico, Eichmann en Jerusalén: un estudio sobre la banalidad del mal (1963) (y cuyo resumen hemos incluido en el libro 40 resúmenes imprescindibles: los libros clave de la teoría política). Allí sostenía que Eichmann no era un monstruo sádico, sino un burócrata mediocre que actuaba sin pensar, siguiendo órdenes y repitiendo clichés ideológicos. La tesis de la "banalidad del mal" generó intensas controversias, sobre todo por su crítica a ciertas decisiones de los consejos judíos bajo el nazismo. Pero la provocación central sigue vigente: el mal puede no presentarse como un demonio, sino como una ausencia de pensamiento, una falta de juicio, una desconexión entre la acción y su significado.

«Lo más terrorífico de Eichmann era precisamente su normalidad. […] La lección que nos enseñó fue la de la terrible banalidad del mal».

La publicación de Eichmann en Jerusalén desató una tormenta de críticas. Arendt fue acusada de frialdad, de traición a su pueblo y de relativizar el horror del Holocausto. Sin embargo, su objetivo no era absolver a Eichmann, sino advertir sobre un peligro mucho más inquietante: la posibilidad de que los crímenes más atroces puedan cometerse no por odio o perversión, sino por obediencia ciega, por una incapacidad para pensar críticamente. Eichmann no era un monstruo, sostenía Arendt, sino un hombre incapaz de examinar sus actos con independencia moral.

Esta tesis desestabilizadora —que el mal puede ser banal, en tanto carente de profundidad o motivación ideológica compleja— no pretendía minimizar el daño causado, sino mostrar cuán frágil puede ser la ética individual cuando se sustituye el pensamiento por el automatismo burocrático. Para Arendt, el juicio moral no se basa en la obediencia a normas abstractas, sino en la capacidad de pensar por uno mismo, de imaginar las consecuencias de los actos y de resistir interiormente a lo que se presenta como normal.

En este sentido, el proceso de Eichmann revelaba algo más que los crímenes de un individuo: mostraba el colapso del juicio en una sociedad entera. De ahí que Arendt insistiera en que pensar —pensar de verdad— es ya una forma de resistencia. Pensar implica detenerse, examinar, oponerse a la corriente, y eso fue precisamente lo que Eichmann no hizo.

Además, cita en el juicio, por parte de Eichman, su uso de frases hechas, su continuo recurso a eufemismos administrativos (“solución final”, “traslados especiales”). Todo ello era para Arendt una señal del vaciamiento del lenguaje, y por tanto, del pensamiento. Así, Arendt conectaba su análisis con una preocupación más amplia que recorre toda su obra: el papel del lenguaje como soporte del juicio político y moral. Cuando el lenguaje se reduce a consignas, tecnicismos o clichés ideológicos, se borra la capacidad de pensar con autonomía. Frente al mal, Arendt proponía otro enemigo más inquietante: el conformismo mental, la obediencia sin reflexión, la ceguera cotidiana que permite a los crímenes instalarse en la normalidad.

«Pensar no nos salva del mal, pero puede impedir que colaboremos con él sin darnos cuenta».

La condición humana

En La condición humana (1958), quizá su obra más ambiciosa (y que también resumimos hace unos meses en esta newsletter), Arendt desarrolla una teoría que distingue entre tres formas fundamentales de actividad humana: el trabajo (actividad necesaria para la supervivencia), la obra (creación de un mundo duradero de cosas y sentidos) y la acción (la intervención libre y plural en el espacio público). Para Arendt, la política no es mera administración o técnica de gobierno, sino el ámbito donde los seres humanos se revelan unos a otros mediante la palabra y la acción. La política es el lugar donde se manifiestan la libertad, la natalidad (la capacidad de comenzar algo nuevo) y la pluralidad.

En este sentido, Arendt analiza tanto las capacidades humanas cuya finalidad básica es atender a las necesidades de la vida como la sublimación de estas en otra más trascendental, la capacidad de ser libres, para considerar nuestra condición a través de nuestros más recientes temores y experiencias. Frente a quienes identifican la política con el poder coercitivo o con el interés privado, ella reivindica su dimensión deliberativa:

«La libertad política solo existe donde hay posibilidad de actuar, de comenzar algo nuevo».

Hoy en día, la vigencia de Arendt reside en su defensa de la política como espacio de deliberación, de palabra y de libertad. Ella entendía la política no como una cuestión de expertos ni como un campo reservado a los profesionales del poder, sino como el lugar en el que los seres humanos aparecen ante los demás para actuar, deliberar y crear juntos un mundo común. Es, por tanto, una práctica frágil que necesita ser protegida del ruido, del miedo y de la pasividad.

Frente a la tentación de refugiarnos en la obediencia, el cinismo o la indiferencia, su pensamiento nos recuerda que el mal no siempre llega con estruendo: a menudo se desliza en la rutina, en la ceguera compartida, en la renuncia a pensar. Cuando las palabras pierden su sentido y las acciones se disocian de su significado, el juicio se disuelve y lo impensable se normaliza. La única barrera frente a eso es, todavía, la valentía de juzgar por uno mismo, en el ejercicio de una responsabilidad que se asume en relación con otros, en el espacio plural donde la política cobra sentido. Pensar, para Arendt, es también una forma de cuidado: del mundo, de los otros y de uno mismo.


Política Creativa es una iniciativa de Xavier Peytibi (ideas y recomendaciones) y de Juan Víctor Izquierdo (tecnología). Puedes leer todos los contenidos en www.politicacreativa.com

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